martes, 28 de julio de 2009

11º. LAS CORREDOIRAS

Hoy jueves hemos salido desde Laguna de Castilla, último pueblo de León antes de pasar a Galicia, de la que sólo le separan dos kilómetros. Ya frescos y descansados de la paliza de ayer nos vamos internando en el paisaje gallego.

Pasado O Cebreiro, vamos por la carretera y alguna vez intentamos coger el camino, que suele ir paralelo, pero no merece la pena, pues es agotador y discurre por los mismos parajes. Vamos entre aldeas compuestas de casonas de piedra, tejados de pizarra y prados verdes por donde mires. A veces el camino se interna por las corredoiras, que no son más que pasillos cubiertos de bosque donde la luz pasa tamizada, dandole al camino un aspecto mágico. A mí me traen a la memoria los ambientes de Wenceslao Fernández Flores, como el de "El bosque encantado", muy bien conseguido en la película del mismo nombre.



Y todo este paisaje no sólo se ve, se percibe en la piel la humedad que hay en el ambiente y el olor, ese olor a heno recien cortado que lo invade todo. Y las vacas, ¿que sería de la Galicia rural sin las vacas? sería como Jaen sin olivos, como La Rioja sin viñedos, como Madrid sin coches. Las vacas le dan esencia a estos lugares a la vez que dejan su rastro por cualquier camino por el que pasamos y que nos obliga a ir maniobrando si no queremos que las ruedas se emplasten de excrementos vacunos y nos salpiquen por todo el cuerpo.

El peregrino pensará que en O Cebreiro ha llegado a la cumbre de la Sierra do Rañadoiro y que, ahora todo es bajada. No se engañe, pues irá descubriendo que el camino continúa ascendiendo y que no se nivelará hasta llegar al Alto do Poio. Llagado a este punto podemos dar por zanjada la subida y comenzar a disfrutar una bajada interminable aunque no rápida. No se debe lanzar la bicicleta pues son muchos los caminantes que por aquí transitan y, porque toda la belleza del entorno ha de ser aprehendida con la calma necesaria.

En este punto perdimos a Rubén, ya que como iba el primero no esperó en el Alto y se lanzó carretera abajo. Nosotros elegimos el Camino pues a eso habíamos venido. A la entrada de Tricastela me paro a admirar un castaño centenario junto a una casa. Se me acerca un abuelete que se dedica a vender rústicas varas o bastones por él mismo talladas y empezando a contarme la historia del árbol en cuestión va pasando de un tema a otro sin solución de continuidad. Así me cuenta (nos cuenta pues Javi ya ha llegado y se ha situado a mi lado) historias de su familia, de cómo le afecta el Camino en cuanto a vecino del mismo, del tiempo, de los peregrinos que han pasado y qué se yo cuántas mas, hasta tal punto que me tiene sujeto con su mano impidiéndome seguir. Se ve que el buen hombre tenía ganas de hablar. Contrasta lo de este paisano con la actitud de la mayor parte de la gente del lugar con la que nos cruzamos que no se dignan en contestar a nuestro saludo, a no ser claro está, que vayas como cliente. Por fín conseguimos zafarnos del abuelo y nos buscamos un bareto donde desayunarnos con un buen bocata y una cerveza ¿o fueron dos?.






A la salida de Tricastela el Camino vuelve a desdoblarse. Te puedes ir por Samos y visitar el Monasterio o, puedes hacerlo por San Xil. Dicen que por este último lugar son más espectaculares los paisajes. Javi dice que vayamos por Samos y yo, que ya metí la pata en la subida a O Cebreiro, digo que vale. No se cómo será por San Xil pero por aquí es maravilloso. Discurre la mayor parte del Camino junto a al rio Sarriá que parece que te arrulla con sus aguas limpias.






El que no cantaba era el portero del Monasterio. Estaba el hombre dormitando en el zaguán cuando me asomo y me ve, invitándome a pasar, con esa gravedad que tienen los frailes ya entrados en edad y sobre todo en kilos. Me abre la sala-tienda contígua y me pone el sello en la credencial. Yo pensaba que este tio me iba a pedir que comprara algo o que diera limosna para algún fín eclesiástico, pero no, sólo me pregunta de dónde soy.

De Samos nos vamos a Sarriá ya por paisajes algo menos enigmáticos. Vamos a la oficina de turismo, que encontramos nada más entrar al pueblo y hablamos con la chica (en todas las oficinas de turismo en las que hemos pasado siempre había una chica así como en todas las iglesias siempre había un cura) que nos cuenta lo interesante del lugar. Después de esta ilustrativa charla le preguntamos por un lugar donde comer buen pulpo, pues creo que el aspecto gastronómico nos interesa por ahora más que el cultural y nos envía a una pulpería que está en la calle principal nada más pasar el rio, a mano izquierda.

Sentados en los bancos corridos de la pulpería nos ponemos ciegos de pulpo animado con buen vino y charla con los comensales que nos rodean, pues esto no es un restaurante donde te sientas en tu mesa y pides menú o carta. La pulpería consiste en largas mesas con bancos a ambos lados en los que se van sentando los que llegan a comer el único plato: pulpo a la feira (o feria si prefieres). Nos dice un paisano que con pulpo y con vino se anda el camino (se rueda pensamos nosotros) y que razón tenía: es el único día que no tenemos que echarnos la siesta después de comer y eso que hacía calor, que desde Sarriá sales subiendo una empinada cuesta y que ibamos bien de vino.

De aquí a Portomarín pocas novedades: verdes prados, muchas vacas y peregrinos que van en aumento a medida que te acercas a Santiago, otro pinchazo en mi rueda trasera y un par de peregrinas búlgaras que van con los pies destrozados.

En Portomarín se atraviesa el Miño, donde los chavales se bañan y piragüean en sus aguas. Nos dan unas ganas locas de bañarnos, pero hay que buscar el albergue. Nos vamos al Ferramenteiro que es algo caro, creo que 12 pavos, pero está muy bien cuidado. Ahora, otro que chapa a las diez, pero esta vez como hemos llegado más pronto nos da tiempo a poner una lavadora, una secadora, ducharnos e ir a cenar con tranquilidad. En la cena y en el bar que está frente a nosotros aparece Rubén. Mañana saldremos nuevamente juntos.

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